
Desde que la URSS lanzó el primer satélite al espacio -el mítico Sputnik-, se han lanzado unos 6.250 cohetes al espacio, la mayoría de ellos con partes no reutilizables que han quedado vagando sin control por el espacio. Muchas de estas piezas, sobre todo en las misiones en la órbita baja (las que no llegan más allá de los 2.000 kilómetros desde la superficie terrestre y que es el vecindario más ‘sucio’ de nuestro trozo de espacio cercano), vuelven a caer a la Tierra, normalmente quedando desintegradas por el choque con la atmósfera.
«Todos los años reingresan en la atmósfera más de 100 toneladas de basura espacial», explica a ABC Alberto Águeda, jefe de vigilancia espacial de GMV, empresa española que es referencia mundial en el estudio, monitorización y prevención de la proliferación de la basura espacial. «El 80% del total corresponde a restos de lanzadores».
Es cierto que en los últimos años se están llevando a cabo diferentes esfuerzos por crear cohetes reutilizables (el ejemplo más célebre es la serie Falcon, de SpaceX, que ya se está utilizando en muchos de los lanzamientos). «Sin embargo, aún quedan flotando muchas etapas de viejos cohetes de todas las naciones, incluidas Estados Unidos y Europa», señala Águeda.
Atendiendo al tamaño, a día de hoy se sabe que 5.400 objetos de un metro de diámetro vagan sin control, acompañados de 34.000 que superan los 10 centímetros de largo, 900.000 de más de un centímetro y más de 130 millones por encima del milímetro de envergadura. Entre estos pequeños trozos hay tornillos que pueden alcanzar una aceleración de 28.000 kilómetros por hora (o 7 kilómetros por segundo) y agujerear la pantalla de un satélite como si fuese mantequilla.
Los satélites son otro de los principales focos de creación de basura espacial. Según datos de la ESA, se han puesto en órbita 13.630 satélites desde los años 50, de los que quedan unos 8.850. De ellos, funcionan solo 6.700. El resto, son desechos espaciales que vagan por el espacio. Y no tienen por qué ser un cuerpo compacto.
La NASA está creando laminas que intentarán limpiar el espacio:

El diseño de la nave persigue la mayor resistencia posible. En caso de que una célula solar sea impactada por un micrometeorito, tan solo esa célula fallará. Lo mismo vale para el microprocesador y la electrónica digital: si uno falla, los otros siguen funcionando. Incluso el tanque propulsor, que está ubicado entre dos láminas delgadas, se divide en múltiples segmentos y se relegan cuando uno está diezmado.
Otro reto que debe afrontar la «nave-lámina» es la radiación ya que, por su delgadez y electrónica comercial, es probable que no resista las condiciones hostiles del espacio. No obstante, la subvención que recibieron permite que la compañía investigue cómo mejor la tolerancia de Brane Craft, que funcionará a base de células solares y una pequeña cantidad de combustible.