Los hondureños elegirán el próximo 26 de noviembre a su próximo presidente, para el periodo 2018-2022, así como a los diputados al Congreso Nacional y a los consejeros municipales. El presidente actual, Juan Orlando Hernández, (Partido Nacional, derecha) busca reelegirse en un entorno nacional convulso.
Honduras tiene uno de los índices de violencia más altos del mundo. El año pasado se cometieron 59 asesinatos por cada 100 mil habitantes, según el Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional de Honduras. Si bien la mayoría de estos crímenes (concentrados en las ciudades de Tegucigalpa y San Pedro Sula) son atribuibles al crimen organizado trasnacional –por el tránsito de la cocaína hacia el mercado estadounidense– hay factores estructurales de consideración como conflictos agrarios irresueltos, el aumento de la desigualdad, la pobreza y la corrupción generalizada.
La migración es uno de los síntomas más claros del deterioro. Aunque el gobierno de Honduras recalca las causas económicas, la Cruz Roja considera que el desplazamiento forzado es motivado por la violencia. Según la cancillería hondureña, de enero a octubre de 2017, México y Estados Unidos han deportado más de 36 mil de sus nacionales, de los cuales 3 mil 500 son menores no acompañados, es decir casi 10 por ciento de los retornados. Las madres hondureñas prefieren que sus hijos migren a Estados Unidos, inclusive que corran el riesgo de cruzar por territorio mexicano, a que mueran en manos de la delincuencia o que los secuestren para formar parte de las bandas criminales.
Se observa un deterioro acelerado de las principales instituciones políticas y de administración de la justicia. El presidente Hernández presume que ha atendido los problemas anteriores y cita como sus logros la disminución de la tasa de homicidios por sus políticas de seguridad, así como la reducción en el número de migrantes por sus programas de empleo. Sin embargo, estos logros no son comprobables, además él y su esposa han estado implicados en escándalos que refuerzan la percepción popular de la corrupción rampante y la vinculación entre políticos, empresarios y narcotraficantes. El más sonado fue la revelación de que su campaña presidencial de 2013 había recibido dinero de desfalcos al Instituto Hondureño de Seguridad Social, por más de 200 millones de dólares. Además de las implicaciones evidentes (los recursos estaban destinados a comprar medicinas), la acusación tiene agravantes porque Hernández fungía en esa época como presidente del Congreso.
Las elecciones no ofrecen un panorama alentador. Los conflictos podrían agravarse ante la falta de un poder Judicial autónomo. Juan Orlando Hernández, cuando presidía el Congreso destituyó de manera arbitraria a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia que no se plegaban a su mandato, con el consentimiento del expresidente Lobo. Los miembros actuales se han plegado a los designios del mandatario y abrogaron el artículo de la Constitución (el 239), que impedía la reelección consecutiva.
Este fallo polémico habría podido beneficiar también al principal opositor del grupo gobernante, el presidente depuesto, Manuel Zelaya. Sin embargo, Zelaya, ahora dirigente del Partido Libre, la segunda fuerza en el Congreso prefirió apoyar a Salvador Nasralla, conductor televisivo y cronista deportivo, para erigirse en el centro de la oposición y no “contribuir” a la disrupción democrática.
Preocupa que, a unas cuantas semanas de la próxima jornada electoral hondureña, haya poca información fiable sobre las tendencias electorales. Los sondeos oficiales señalan que la ventaja de Hernández es contundente, mientras que otras ponen a Nasralla arriba por más de cinco puntos porcentuales.
El Tribunal Supremo Electoral, presidido por un integrante del partido oficial, no da tampoco garantías suficientes de imparcialidad. La respuesta de la comunidad internacional ha sido tibia. Habrá misiones de observación electoral, de la Unión Europea (UE), Estados Unidos, la Organización de Estados Americanos (OEA) y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. No obstante, no hay señales de que los países americanos se involucrarán como lo han hecho con Venezuela, a pesar de que es también una llamada de atención frente al retroceso democrático y la grave crisis humanitaria